Gustavo Francisco Petro Urrego no solo está jugando con pólvora; está sentado sobre un barril de ella, convencido de que puede controlar la chispa. Pero la historia enseña que los líderes que gobiernan desde la arrogancia terminan devorados por el fuego que ellos mismos encendieron. Su empeño en imponer una narrativa de pureza moral mientras relativiza los hechos más oscuros de su propio pasado político es una afrenta a la memoria nacional. No puede proclamarse adalid de la justicia quien enarbola la bandera del M-19, un movimiento que manchó sus ideales con secuestros, narcotráfico, alianzas espurias y el magnicidio de la justicia durante el asalto al Palacio. Pretender que esa herencia es heroica, o que la historia puede reescribirse a punta de discursos, es jugar con la memoria colectiva de un país que aún carga las cicatrices de la violencia. Hoy, desde la Casa de Nariño, Petro parece repetir los mismos errores de aquel pasado: desprecia la institucionalidad, desafía la ley, convierte la confrontación en método y la división en política de Estado. No gobierna con grandeza, gobierna con resentimiento. Y mientras se consume en su propia hoguera de ego y revancha, arrastra a Colombia al abismo de la desconfianza y el aislamiento. Si el presidente no suelta la antorcha, será la historia, y no sus opositores, la que termine por apagarle el fuego. Es lo que afirma el periodista-investigador-consultor en comunicación y marketing digital, Andrés Barrios Rubio, en la columna de opinión en AlPoniente.com que esta semana titulo «Entre el legado del M-19 y el fuego del poder» y amplía en el Podcast «Panorama Digital».
Para el PhD. Barrios Rubio Gustavo Francisco Petro Urrego está actuando de manera imprudente, lo cual resulta preocupante, ya que parece no ser consciente de las consecuencias de sus acciones, que incluyen un posible incendio político, económico y diplomático. Su administración se ha caracterizado por una combinación de soberbia ideológica y una constante improvisación, mientras que el país ha experimentado una progresiva polarización, desconfianza y deterioro institucional. Desde la llegada al poder, su mandatario ha confundido el apoyo ciudadano con una licencia para ajustar cuentas con la historia, revivir causas perdidas y librar batallas simbólicas más propias de un agitador que de un estadista.
Los discursos cargados de resentimiento, la necesidad constante de confrontar y la incapacidad para construir consensos, por parte de Gustavo Francisco Petro Urrego, están generando una división nacional, una economía debilitada y una reputación internacional en entredicho. Lo que debería ser un proyecto de transformación se ha convertido en un foco de conflictos generados por su presidente, un líder de izquierda que parece encontrar mayor satisfacción en el estruendo de la confrontación que en el sosiego del progreso. En lugar de ejercer el poder, su mandatario ha optado por la confrontación; en lugar de promover la unidad, ha generado divisiones; y en lugar de liderar, ha demostrado una actitud negligente que amenaza la estabilidad no solo de su propuesta política, sino también de toda la nación.